
CARTELERA
Hacia la década de los años 60 del siglo pasado, la contracultura lo tocaba todo: literatura, artes plásticas, danza, teatro, formas de vida. Ser creador era también ser un disidente, un crítico del sistema. En ese caldo de cultivo emergió el arte conceptual, y con él, de forma natural, el performance.
El performance suele servirse del cuerpo como medio de acción simbólica. El artista ejecuta la pieza solo o con otros, convirtiéndose en soporte, signo y gesto. Es un arte eminentemente inmaterial, sin vocación de permanencia ni de representación teatral. Carece de estructura ficcional, aunque rebosa de potencia poética. Sucede en tiempo real, en un espacio determinado, y suele ser multidisciplinario: puede valerse de objetos, video, música o cualquier recurso que expanda su efecto.

Su naturaleza efímera y su carga crítica lo alinean con los movimientos sociales. En México, sus antecedentes se remontan más atrás de lo que podría pensarse. En 1921, el poeta Manuel Maples Arce lanza el manifiesto Actual No. 1 Comprimido Estridentista; poco después, en 1924, se presenta en el Café de Nadie la primera exposición estridentista, punto de encuentro de vanguardistas deseosos de dinamitar las formas tradicionales.
En los años 60, un joven Alejandro Jodorowsky planea un espectáculo para inaugurar un mural de Manuel Felguérez en el Deportivo Bahía. Incluía un helicóptero. El helicóptero cayó en la alberca. El evento se arruinó. El happening por accidente fue increíble.
Poco después, en 1967, José Luis Cuevas pinta a control remoto su “Mural Efímero” sobre un espectacular en la Zona Rosa. En 1968, artistas de la Generación de la Ruptura cubren con pintura las láminas que protegían la escultura de Miguel Alemán en Ciudad Universitaria. Fue una intervención directa: arte como protesta.

En los 70, el proceso artístico se vuelve más importante que el resultado. Se rechaza la obra como objeto decorativo; se persigue la inmaterialidad. En 1973, Felipe Ehrenberg se convierte él mismo en parte de la obra al presentar Chicles, chocolates y cacahuates en la Galería José María Velasco. No hay pedestal, ni marco, ni distancia: hay cuerpo, tiempo y acción.
En 1990, el sótano del Museo de Arte Carrillo Gil se convierte en epicentro. Se organizan jornadas de performance con figuras clave como Roberto Escobar, Melquiades Herrera, Maris Bustamante y el propio Ehrenberg.
Ya para 2010, el performance en México es abrumadoramente femenino. Las artistas lo toman con fuerza y urgencia. Es el cuerpo que reclama, que grita, que no pide permiso. Es performance como acto de defensa, como grito por la vida, como resistencia desde la carne.
El performance en México no ha muerto. Solo cambia de piel. Cada generación encuentra su manera de romper el silencio. La acción en vivo sigue siendo una herramienta poderosa, incómoda, viva. Más que un arte, es un gesto necesario.